El baterista y los fractales


El boliche es como la casa grande de un amigo donde se baila en el living y tocan bandas en el patio. Los artistas y el público se entrecruzan fraternalmente y cuando unos terminan de tocar, bajan a bailar como locos entre los mortales al sonido de las bandas amigas. Hay un único camarín, que es una habitación detrás del escenario del patio, donde conviven todas las bandas que tocan esa noche. 
Hay un solo baño al costado del escenario. Es enorme, oscuro, mal iluminado como la mayoría de los baños de los boliches, pero la inmensidad de éste te hace pensar en una estación de tren. Ahí estaba yo, saliendo del baño, cuando me cruzo con el baterista que entraba a mear. El baterista de la mejor banda de rock del mundo. Ahí estaba yo, cuando el baterista entrando en sentido contrario al mío me roza un hombro, coincidimos un instante en las miradas, él se sabe reconocido y con la amabilidad casi de niño avergonzado sonríe enormemente y levanta las cejas. Pasa ahí balanceando sus brazos largos, las manos apenas crispadas, como sin saber qué hacer con ellas todo el tiempo que no está tocando la batería. Con la cara un poco perdida en ese tiempo muerto que es todo el tiempo que no está tocando la batería. Y esa cara que pondrá después, cuando está vivo, cuando es el dueño del mundo, cuando sostiene el universo con el ritmo sobre el cual se suben el bajista y el cantante y el percusionista y todos los demás que saltamos y gritamos y tomamos cerveza y cantamos y gritamos y gritamos más fuerte todos subidos a los hombros del baterista que aletea como un gallo loco, que se muerde el labio de abajo, que cierra los ojos, que mueve la cabeza a contratiempo de sus beats disolviendo cualquier otra cosa que no sea la más maravillosa música paraguaya, en esa fiesta en su tierra, en su casa, escrita para ellos, y que esa noche él solito sostiene con su batería radioactiva y  sus dientes de adelante un poco separados.

Pasó así, con cara de niño avergonzado, como sintiéndose inadecuado sin su batería. En la esquina del otro lado del patio estaban Miel y su novia peruana besándose con amor rockero del tercer mundo, que es el mejor de los amores de los tres mundos que existen. Ese amor que era una emanación del baterista que acababa de rozarme el hombro, y ahí, ahí mismo entendí, que el universo, que está agarrado con alfileres, no iba a evaporarse delante de mí en cualquier momento sino que iba a seguir bifurcándose en fractales multicolores que contienen más y más bateristas paraguayos, fiestas con baños inmensos, corazones rotos, chicas zarpadas, piercings en los pitos y tetas transpiradas con polen de mariposa. Y si yo seguía caminando, si no me detenía, si me empecinaba en seguir vivo, la vida me ofrecería yacarés voladores y colores y perfumes cada vez más recónditos y maravillosos. Todo eso es lo que pensé en aquella fiesta en Paraguay antes de emborracharme.

De: Interzona, 2017
Ph: Villagrán Bolaños

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