Pizza literaria
Cuestión que cuando terminó la impro
nuestra compañera se encontró con un grupo de amigos de piel transparente, pelo
finito y ojos vidriosos que sorbían cerveza como si fuera algún tipo de suero
vital. Con mucha soltura se despidió de nosotros y se fue a un aquelarre de
zombis en alguna casita de periferia donde se fumarían un par de porros y se
sentirían héroes de una novela de Julian Barnes. El Indio era mi tabla de
salvación. Lo sujeté de los costados con firmeza, me lo abroché a un tobillo,
salté sobre su lomo, sentí las plantas de mis pies desnudos sobre su alma de
madera balsa y agarré esa primera ola mediterránea que nos arrojó a una playa
más nuestra, los dos solos en una mesita demasiado pequeña y muy pegada a otras
mesas, en una pizzería con los colores de la bandera italiana y una espuma de
voces que se estrellaban en la vidriera contra la condensación del frío
imperial.
Lo primero que nos preguntamos era si
escribíamos. Sí, los dos escribíamos y sí, los dos queríamos ser escritores,
reconocimos con vergüenza. El ya había publicado cuentos en revistas en
Colombia y tenía unas notas para un proyecto de novela. Además de la
virginidad, otra de las cosas que perdí en Londres fue la curiosidad por ser
escritor. La virginidad la perdí en un instante, se fue con una exhalación
empecinada. La curiosidad por ser escritor se fue borroneando a lo largo de una
década, con el esmeril del desaliento y la prisa del olvido. Pero esa noche aún
no lo sabía. Confesé que escribía en cuadernos. Se rió y me preguntó por qué no escribía en computadora, me
defendí diciendo que me gustaba ver los cambios en mi letra manuscrita. Se cagó
de risa. Ahí supe que por lo menos íbamos a besarnos. Entonces hablamos de
Respiración Artificial. Los dos la habíamos leído casi diez años tarde, a los
dos nos había gustado y los dos nos pusimos a escribir después de leerla. Los
dos sentimos que habíamos encontrado un puente a otra posibilidad. No sabíamos
todo lo que iba a pasar después. A lo mejor lo sobrecargamos de
expectativas. Yo confesé que no me
había enganchado nada más de él, había leído casi todas sus cosas pero se me mezclaban, me
costaba recordarlas. Incluso me lo confundía con Saer. No era
usual que me mostrara tan franco. Él se rió y dijo que en esa obra algo estaba
atado aún, la novedad era que nos dábamos cuenta del aún, que ya se acercaba
otra hora, que un cambio era inminente. Supuse que se refería a la forma de
escribir porque al Indio no le interesaba la trama. Empezaba a
costarme entender lo que me decía y me quedé demorado en la forma en que hablaba,
como subía con un dedo el desborde de muzarella que se chorreaba para un lado
y como se llevaba el dedo a la boca mientras seguía diciendo frases cortas y
sin pretensión.
Interzona, 2017
Ph: http://apt46.net/
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